Jesucristo nos dejó su Cuerpo y su Sangre para que sean alimento de Vida eterna.
El mensaje del evangelio no es solo una idea y, como dice el Papa Benedicto: “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y con ello una orientación decisiva”[1].
En verdad el Verbo se hizo carne, vivió, murió y resucitó de entre los muertos para nuestra salvación y nos dio su Cuerpo y Sangre bajo las especies de pan y vino: allí está y al comulgar nos unimos de una manera única y suprema a Cristo, de tal forma que esa comunión nos transforma en su Cuerpo, es decir la iglesia, del cual El es la Cabeza. El documento de Aparecida dice al respecto: “la Eucaristía es el lugar privilegiado del encuentro del discípulo con Jesucristo. Con este sacramento, Jesús nos atrae hacia sí y nos hace entrar en su dinamismo hacia Dios y hacia el prójimo” (cfr. DA n ° 251)
Este hecho es fundamental y partimos de aquí. ¿Cómo es posible? Es un misterio de amor que nos supera, simplemente lo adoramos y recibimos: “es un creer humilde con la iglesia de todos los siglos, asistida por el Espíritu Santo”[2].
En la celebración eucarística, en esta Misa, junto con Jesús, sumo y eterno sacerdote, cada uno de nosotros, desde su consagración bautismal y por el sacerdocio ministerial que hemos recibido los obispos y presbíteros, que hace presente a Cristo en su misma persona, damos gracias al Padre porque nos amó tanto que nos dio a Hijo único (cfr. Jn 3,16) y hacemos presente la donación del Cuerpo y la Sangre: amor de Dios hasta el extremo (Jn 13,1) capaz de lavar el pecado, recrear la vida y hacer la unidad.
Es el mismo y el único acontecimiento salvador de Jesucristo renovado en el hoy de la historia para la salvación del mundo. A propósito de esta realidad quisiera traer un testimonio personal del querido y recordado Papa, el Beato Juan Pablo II: “…he podido celebrar la Santa Misa en capillas situadas en senderos de montañas, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; he celebrado en altares construidos en estadios, en las plazas de las ciudades…estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra en un pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación…”[3]
La verdadera comunión con el Cuerpo de Cristo nos compromete a amar como El.
Decía San Agustín: “El cuerpo de Cristo no puede vivir sin el Espíritu de Cristo. Es aquello que dice el Apóstol cuando nos habla de este Pan: Porque hay un solo pan, nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo (cfr. 1Cor 10,17). ¡Misterio de Amor! ¡Símbolo de unidad! ¡Vínculo de caridad! Quien quiera vivir, tiene donde vivir, tiene de que vivir. Acérquese, crea, entre a formar parte del Cuerpo, y será vivificado… Sea bello, sea útil, sea sano, permanezca unido al cuerpo, viva de Dios y para Dios; soporte ahora la fatiga en la tierra para reinar luego, en el cielo. [4]
Teniendo el espíritu de Cristo como una corriente vital en cada uno de los que estamos en comunión, necesariamente tenemos su amor universal, es decir que abarca a todos y se entrega por todos. Es un amor comprometido con el más cercano necesitado: el prójimo. Así, “toda la actividad de la iglesia es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su evangelización mediante la Palabra y los Sacramentos, empresa tantas veces heroica en su realización histórica; y busca su promoción en los diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto, el amor es el servicio que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y necesidades, incluso materiales de los hombres.”[5]
“La fracción del pan y el repartir -el acto de atención amorosa por aquel que necesita de mi- es por tanto una dimensión intrínseca de la Eucaristía misma.
Caritas, la preocupación por el otro, no es un segundo sector del cristianismo junto al culto, sino que está enraizada precisamente en el culto y forma parte de él.”[6]
Desafíos
Cuando iniciamos este nuevo milenio, los obispos analizamos los desafíos que se nos presentaban. Quisimos mirar desde la fe la compleja realidad del mundo e intentamos, guiados por el Espíritu Santo acercarnos al corazón del hombre, para transformarlo desde sus raíces con la novedad del Evangelio, sabiendo que es la respuesta a la infatigable búsqueda de felicidad.
A nivel mundial la pobreza que se extiende cada vez más y como contraposición, la acumulación de riquezas por parte de minorías es un desafío y un escándalo.
Los niveles de corrupción generalizados, las guerras interminables, los fundamentalismos terroristas, el menosprecio por la vida, por la paz, por la justicia. El avance de la droga con su carga de violencia y muerte, los desequilibrios naturales provocados por el uso irracional de los recursos ambientales. Podríamos llevar la lista a realidades interminables, en nuestro país la crisis de valores que fundan la identidad como pueblo, la indefensión de la familia y el consumismo materialista son un grave riesgo para todos los que formamos esta comunidad nacional.[7]
Jesús Pan de Vida, reúnenos en el amor, en Tu amor.
Jesús, Pan de vida, danos hambre de este alimento de eternidad.
Jesús, pan de Vida, enséñanos a valorar, respetar y defender siempre la vida, toda vida, desde su concepción hasta su deceso natural.
Jesús, pan de vida, que nuestros corazones sean solidarios y generoso como el tuyo para comprometernos con los demás ya que somos hermanos.
Entonces quisiera dejarles en esta fiesta estas palabras como recuerdo: Encontrarnos con Jesús, asemejarnos a Él, convencernos que sólo con Él podemos vencer al mal, sólo con Él es posible el deseo y la voluntad de vivir con coherencia nuestra fe y, finalmente pedirle a Jesús que nos ayude a ser cada uno de nosotros Evangelio vivo para cambiar al mundo.
María santísima, Madre del amor, enséñanos a engendrar a Cristo para la vida del mundo. Amen.
[1] Benedicto XVI, Deus Caritas Est, n ° 1
[2] Ratzinger, J., Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección. Madrid, 2011, cap. 5, pg. 128.
[3] Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n ° 8.
[4] San Agustín, Homilía 26, n° 13.
[5] Benedicto XVI, Deus Caritas Est, n° 19.
[6] Ratzinger, J., Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección. Madrid, 2011, cap. 5, pg. 155.
[7] Cfr. Conferencia Episcopal Argentina, Navega Mar Adentro, Buenos Aires,2003, n° 21 -23.