Que Evita siga viva en el corazón mismo de la Patria y de su pueblo, cuando se cumplen hoy 60 años de su muerte, es un fiel resumen de su obra y su legado: no es posible separarla de la historia de Argentina ni tampoco imaginar este presente si no existiesen su nombre y un gobierno que lo recuperó, por fin, como bandera.
María Eva Duarte de Perón, Evita, recibió a los humildes y los abrazó con su alma íntegra. A los trabajadores, a los desclasados, a los “grasitas”, a los desposeídos, los amó sin condiciones. Como lo hicieron Néstor y Cristina años más tarde, no dejó sus convicciones en las puertas de la Casa Rosada, avanzó hasta la Argentina más profunda y construyó las herramientas políticas para cubrir las necesidades de su pueblo –el peronismo en esencia-, pero con la siguiente sabiduría: no solo por la obligación de permitirle al compañero su derecho y dignidad, sino por la certeza de que convertía el resentimiento en esperanza. Por la certidumbre de que un país mejor era con todos y para todos, como lo es ahora, y no con unos pocos.
En su lucha heroica contra el enemigo reconocible, que aún resiste y amenaza -el imperialismo, el capitalismo, “las oligarquías nacionales que se venden por monedas y a costa de la felicidad de sus pueblos”-, Evita dejó, literalmente, su cuerpo. Su vida. Fue el 26 de julio de 1952. Tenía apenas 33 años.
“Volveré y seré millones”, acertó antes de partir. Si la frase salió o no de su boca es una discusión que a esta altura carece de sentido: Evita fue, es y será millones.
Porque Evita -su solidaridad, su grandeza, su generosidad, su entrega-, vive en los millones de argentinos que fuimos, que somos, que seremos. Porque Evita vive en el corazón enorme de su pueblo, en las raíces firmes de su Patria y en el sueño justo y libre que la trasciende como su nombre eterno. Un sueño que, por fin, se ha hecho carne en un gobierno que también lo lleva como bandera a la victoria.