Por Oscar Dinova /
En el cruce de las calles 8 y 33, el artista argentino más grande de todos los tiempos espera, sonriente, a sus fieles admiradores. Es generalmente una cita de respeto y de pasión, y con seguridad, mutua. Pues esos eran los sentimientos que este músico sin par tenía para con su público, de cualquier posición social, origen étnico o nacionalidad.
Pero debemos buscarlo, preguntar a otros, solicitar ayuda. Es que esa porción silente de la ciudad puede ser un pequeño laberinto a resolver, un galimatías intricado, de no ser por la siempre buena predisposición de los que nos antecedieron o de un empleado que alternando sus tareas nos sirva de guía ocasional.
Así es.
Debajo de un sol agobiante o enfrentando un viento frío y cortante que se desliza impiadoso por las bocacalles solitarias, el visitante debe sobreponerse si quiere llegar al punto de encuentro con su ídolo y aún más, si pretende dedicarle un buen rato a ofrecerle las flores o cigarrillos, esas ofrendas paganas que le ha llevado desde su casa o su hotel.
Días pasados debía hacer tiempo entre dos trámites en un viaje siempre exigente a la Capital Federal. Decidí que era una buena oportunidad para visitar el cementerio de la Chacarita y más particularmente, ir a estar un rato con Carlos Gardel.
Me une a él una particular admiración. Lo redescubrí de muy grande gracias a un cuento que debía poblar un libro de pronta aparición. Pocas veces pude ver en una persona la combinación de talento y empeño para lograr construir un lugar, un espacio, donde expresar su arte. Y además, conservarse simple, popular, genuino.
Conforme iba ascendiendo en el estrellato internacional uno hubiera pensado como natural, alejarse de sus orígenes y sus fuentes. Proceso que hemos visto en tantos artistas y creadores. No es el caso de Carlos Gardel y aunque parezca un tanto extraño, siento que le debemos, no solamente habernos dejado un inmenso camino abierto para generaciones futuras, sino un puñado de valores que suelen ser difíciles de encontrar aliadas al éxito y la fama.
Por suerte, estas sensaciones son compartidas por miles y provenientes de las más diversas latitudes. Elija usted cualquier día del año para ir a su tumba y siempre habrá un admirador de los países más diversos; canadienses, japoneses, colombianos, españoles, chilenos, etc, etc. Una rápida mirada nos confirma que al menos la mitad de las afectuosas placas que adornan el lugar provienen también del exterior.
Ahí donde el tango se escuche y aprecie, Gardel es nuestro embajador permanente.
Confieso que más allá de cualquier chovinismo barato o falso nacionalismo, cada vez que acerté a pasar por su lugar de descanso me sentí orgulloso de ser argentino, en todo caso, más pleno. Una rara satisfacción de saber que en los orígenes y sobre todo la formación de un creador de esa talla los argentinos tuvimos algo que ver, y confirmar que muchas sociedades hubieran querido saberlo suyo.
Pero nada en el camino que lleva a su morada nos deja disfrutar de su legado, sus amigos ni su familia (ni siquiera está especificado que descansa junto a Berta, su madre). Para arribar a su genial estatua debemos preguntar repetidas veces, indagar, hacer marchas y contramarchas. Ningún cartel, folleto, panel indicativo nos guían hasta él. Tampoco están bautizadas las calles internas de la Chacarita con nombres y pistas que nos acerquen. Ni la más modesta flecha anuncia el camino hasta su presencia.
Sólo la solidaridad de otros nos ayuda.
Ni que hablar de querer permanecer un rato haciendo compañía al Morocho.
Ni sombra, ni asientos, ni nada. Sólo la gente.
Podríamos reconfortarnos pensando que no es sólo su caso.
Magro consuelo.
En efecto, este bello cementerio contiene una multitud de hombres, mujeres y agrupaciones, que a través de sus vidas han construido nuestra historia. Sociedades de Socorros, Panteones de Colectividades Inmigrantes, científicos, políticos, médicos, deportistas, artistas claro, pasan frente a nosotros en un absurdo y cruel anonimato.
En muchos casos se evidencia el paso irremediable de las generaciones; viejos y oxidados candados sellan puertas que hace años no se abren para honrar la memoria de los muertos. En otros, los vidrios están rotos o simplemente ausentes, faltan puertas y escaleras y no son pocas las bóvedas dónde los ajuares penden hacia un suelo polvoriento y desgastado. En muchos de los sepulcros los yuyos y plantas invaden silenciosa y tenazmente las lujosas moradas que fueron construidas para desafiar al tiempo y hacer perenne la gloria de un apellido. Las telarañas han reemplazado nuestra obsesión por la eternidad en apenas algunas décadas, dando, sus caprichosas formas artísticas, un cierto encanto póstumo a la desolación y el olvido.
Sabido es que nada es eterno y que por más que lo intentemos seremos polvo, tarde o temprano. Más aún en estas épocas de vorágine y consumo en el que no nos damos el tiempo para recordar nuestros orígenes. Preferimos el hoy, más efímeramente que nunca.
Pero más que el olvido nos hiere el abandono. Sí algo puede vencer a la muerte, no son los vanos intentos del hombre en prolongarse indefinidamente. Es sólo otro inútil gesto de nuestra soberbia. Sí algo la puede derrotar es transformarla en cultura, en raíces, en valores rescatados. Y la única posibilidad para lograrlo es que las instituciones perduren en una política de salvaguardar sus lugares más entrañables, ahí donde descansan infinidad de vidas que nos han legado sus existencias.
No será en lugares derruidos, sin señalamientos ni explicaciones, sin limpieza ni atenciones básicas al visitante ávido de conocimientos, sin lugares de descanso ni contextualizaciones históricas, sin realzar, con la perspectiva que nos dan los años, el talento, la abnegación o la entrega de sus moradores, que lo vamos a lograr.
Que sea un mal que aqueja a la mayoría de los Cementerios en Argentina no nos debería conformar. Sería, otra vez, “el mal de muchos o el consuelo de los tontos”.
No debemos olvidar que después de todo, cada Cementerio es un museo construido por nuestros antepasados. Un preciado guardián de nuestras historias, que cada pueblo, en el interior de nuestro país posee, a los que sólo debemos cuidar y aprender a conocer y a respetar.
Los indicios que nos deja, una vez más, el insigne Zorzal Criollo debería ser un rumbo a seguir. Gardel ha vencido a la muerte. No por la inmortalidad de su cuerpo, claro está, sino por la admiración y respeto de su pueblo y de todos los amantes de la música en el mundo que se empeñan en venir a verlo, que comparten un momento incomparable con otros, que trastocan anécdotas y datos, experiencias y rastros de sus propias vidas.
Algo que una pared muda y sin marca alguna de cualquier representación del Estado argentino jamás podría lograr.
Pero Gardel es único. No todos poseemos su mágico atributo para derrotar el descuido y la desidia. A los demás los debemos ayudar… y ayudarnos.
Oscar Dinova
Escritor Mercedino