Por Oscar Dinova //
Las colinas brumosas esconden, celosamente, sus encantos. Destilan la magia de sus secretos poco a poco, como disfrutando de entregar esas figuras engañosas que remisamente se abren ante nuestros ojos. Es la mejor manera de descubrir el Machu Picchu. Lentamente, paladeando cada gramo de un paisaje único en el mundo. Corrijo, que Machu Picchu nos descubra, nosotros somos los extraños en esta construcción irreal de la arquitectura humana.
Así es Perú, una traza increíble de los puntos más altos a que puede llegar el ser humano y de su contracara, la despiadada demolición de la cultura y la belleza a que también puede llegar nuestra especie.
Por suerte, el sabio pueblo peruano ha sabido guardar para nosotros la herencia de una civilización fascinante, con una paciencia silenciosa, que en algunas épocas se pareció a sumisión, en otras a sorda resistencia y que nosotros apenas podemos comprender, desde nuestra cultura de la omnipotencia que tantas frustraciones nos ha entregado.
Perú es una suerte de ventana abierta a nuestro pasado, a nuestra verdadera esencia. La de la lucha de domesticar una geografía singular, sin por ello destruirla para las generaciones futuras. Así, sus terrazas coloridas y tenaces entregaron a su gente centenares de productos que colmaron las reservas, de las cuales extraían los alimentos en los fríos y duros inviernos andinos, -varios centenares de papas, exquisitas legumbres y la abundancia y calidad de granos, ha hecho ineludible que la alimentación peruana sea considerada por la Unesco, patrimonio de la humanidad-.
A tal punto llegó la maestría de la agricultura preincaica e incaica que fue aquí que se crearon los procedimientos de disecado de tubérculos y carnes que derivarían en lo que hoy es el puré de papas (cientos de años antes que el mismo se comercializara con cursis publicidades). El charqui, la carne con que se alimentaron las tropas libertarias de América era un alimento común entre los americanos de entonces.
El colectivo se desplaza sin ruido en la inmensa meseta del altiplano rodeada de majestuosas cadenas de montañas. Las aguas domesticadas van surcando los cultivos. El manejo de canales y acequias no sólo es un hermoso aditamento para nuestras cámaras, es una de las mejores muestras de la alianza entre la practicidad y la estética que estas civilizaciones construyeran. Un uso racional del vital elemento, mecánicamente impecable y extraordinariamente bello nos alienta a creer que podríamos repensar y reaprender otras formas de vivir, respetando los ecosistemas.
Machu Picchu, Pisaq, Sillustani, esas fortalezas tienen tanto para mostrar, pero aún mucho más para enseñarnos. A condición que no creamos, ilusamente, que las máquinas fotográficas pueden desentrañar sus más profundos secretos y legados. Bien por el contrario. Pueden ser un espejismo que nos distraiga de los mensajes esenciales a recibir.
Las ciudades peruanas de antaño no pueden ser, de modo alguno, atrapadas por la lente de una cámara, ellas nos apresan, y nos sumergen en necesarias reflexiones. Para ello debemos abstraemos de la masa de turistas que desfilan sin pausa frente a infinitos escenarios mágicos. Es en nuestro interior y en los silencios que anidan en las milenarias alturas que está el verdadero tesoro a rescatar.
Confieso que uno de los puntos más altos está en la vinculación de estas culturas para con la muerte. O mejor dicho con la otra vida, tal como ellos la comprendían. No tenían el concepto de paraíso o infierno tal como nosotros hoy lo significamos (o lo ignoramos). Para ellos era simplemente un pasaje de una a otra existencia. Sin dramatismos estériles. Sin castigos celestiales. Por ende, el cuerpo debía guardarse y conservarse, cuidadosamente acompañado de sus objetos más queridos y preciados; ropas, ornamentaciones y alimentos. Reservaron pues, para sus deudos, los mejores lugares de cada comarca. Es sobrecogedor ver la vista que se tiene del Titicaca desde las alturas de las Chullpas de Sillustani, el lugar funerario que eligieron los Incas para sus muertos.
El oro, la plata y piedras preciosas eran las ofrendas que se les hacían a los fallecidos y quedaban al alcance de todos con una entrada abierta en permanencia. Sólo la persecución ideológica dominante española –que pretendía borrar de la memoria popular estas costumbres- y los saqueadores de tumbas osaron violar esos espacios sagrados. La entradas a las chullpas miraban al este, en la espera que el Dios Sol visitara diariamente la morada de los fallecidos.
Hoy, en que nosotros deambulamos por nuestro destino devorados por un presente absorbente e insatisfecho y dejamos lejos y solos a nuestros familiares y amigos, la cultura de reservar un lugar preponderante a sus antecesores no puede menos que conmovernos e interpelarnos.
Pero no es todo, la arquitectura preincaica e incaica es también un legado para la humanidad. Esas bóvedas funerarias estaban erigidas con paredes y techos curvos, en una estructura circular e inconcebiblemente asimétrica en su base y en la parte superior. Las ornamentaciones de animales eran esculpidas en la piedra con herramientas sumamente precarias, lo que ahonda nuestra admiración.
En muchos de los sitios encontramos los rastros de los más de 50.000 kilómetros de caminos permanentemente mantenidos y transitados diariamente que comprendieron la red incaica, no dejan de despertarnos una sana envidia en tiempos que nuestros agobiados pueblos claman por el calamitoso estado de sus rutas. Fue también una de las razones de su perdición. Las tropas españoles tenían el camino marcado para su avance desolador.
Valles, altiplano y puna. Un sol que acompaña a los visitantes. Un cielo azul recortado por cerros y montañas. Parece por momentos demasiada belleza para ser absorbida en pocos días. El turista ansioso colisiona con su propio interior, conmovido. Necesitamos más tiempo para asimilar estos paisajes construidos por la naturaleza y embellecidos por estas milenarias civilizaciones que la habitaron.
Por suerte está el pueblo peruano. Su bondad, sus tiempos diferentes, la amabilidad y gentileza en el hablar y en las costumbres. Todo se nos hace más fácil. Son su gente la mejor guardiana de un pasado de orgullo y majestuosidad que se vive con la mejor sencillez.
Visitar Perú es recorrer nuestros orígenes y la sana costumbre de un pueblo de mostrar con naturalidad un pasado que aún hoy hace empalidecer al mundo entero.
Continuará en Parte II: Conquistadores y Conquistados. San Martín o el triunfo póstumo del Inca Tupac Amaru.
Oscar Dinova
Escritor
(odinova@speedy.com.ar)