Dinova: Conquistadores y Conquistados. San Martín o el triunfo póstumo del Inca Tupac Amaru.

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Cuzco te atrapa con sus callejuelas laberínticas el turista que entra, distendido, a recorrer sus misterios no acierta a salir más de un viaje sin retorno a la historia americana. En todo caso, no será la misma persona. Presentada por el marketing turístico como la antesala necesaria del Machu Picchu, Cuzco es en realidad la síntesis del drama latinoamericano en su esencia más cruel y más fascinante. El “ombligo del mundo” es ciertamente nuestro cordón umbilical, el punto de conexión entre las civilizaciones europeas y  americanas, aunque en este caso fue un nacimiento precedido y rodeado de muertes y engaños.

Cuando el último Inca libre, Atahualpa, fue a recibir al casi ridículo contingente español al mando de Francisco Pizarro se preparó con sus mejores galas; 6.000 hombres y mujeres de su mejor entorno fueron al encuentro en Cajamarca de los 180 españoles al mando del hijo de criador de chanchos, astuto y ambicioso. Dos culturas, la europea, inmersa profundamente en un estadio capitalista consolidado y la inca, constructores de un imperio dónde el oro era aún prenda de ornamentación y ofrendas. Una, con un Dios único y excluyente de los demás, la otra, politeísta a fuerza de incluir culturas y dioses anexados.

El fraile dominicano Valverde lo intimó a someterse al cristianismo, al rey Carlos y al Papa, -todo en español-, por supuesto. Ante la firme negativa de Atahualpa, tronaron los cañones y la historia indoamericana nunca más sería la misma. Más de dos mil súbditos fueron muertos ese día, sin miramientos, Atahualpa tomado preso y a pesar de haber llenado dos habitaciones de oro y plata, fue acusado de idolatría (o sea de poseer otra creencia religiosa) y ejecutado unos meses después por el garrote vil en Plaza pública. El primer secuestro político había tenido lugar a fines de 1532, sería el primero de muchos miles en los próximos 500 años.

Cuzco es, con sus exquisitos templos y asombrosos museos la guardiana de esos años de desolación, ocultación y muerte. Detrás -y debajo por sobre todo- de la imponente Catedral y de las cautivantes iglesias franciscanas, dominicanas de la capital inca yacen los vestigios de la arquitectura prehispánica. Paredes colosales levantadas con piedras asimétricas, encastradas sin material alguno, puertas que acertaban en los equinoccios demostrando un soberbio conocimiento astronómico, fiestas del Inti Raymi que festejaban la llegada del nuevo año, calles adoquinadas, acequias guiando el agua y evacuación de las lluvias, todo estaba ahí a la llegada de Francisco Pizarro, el iletrado que firmó con una cruz la ejecución de un Emperador.cusco-dinova-II

Prontamente, todos esos edificios, que albergaban más de 80.000 habitantes fueron desarmados y sus piedras utilizadas para levantar gallardas iglesias. Claro que sin la capacidad técnica inca, las mismas sufrieron los embates de los sismos y mostraron con el correr de los años que sus cimientos eran una civilización avanzada que se intentó ocultar desde el primer día y durante siglos.

El quiebre ideológico y la desintegración cultural era el objetivo de esta colosal demolición. Se sustituyeron edificios, pero también instituciones y costumbres; la inmensa Catedral se erigió sobre el palacio del Inca Wiracocha, la imponente iglesia franciscana (quizás la más bella iglesia sudamericana) sobre el palacio de las serpientes del Inca Huinca Capac, el Convento de Santo Domingo levantado sobre el Templo del Sol -o el mismísimo centro del mundo según la astronomía inca-, la iglesia y convento de Santa Catalina ocupada por las monjas de clausura “reemplazaron” al templo de las Vírgenes del sol, doncellas de los cuatros rincones del imperio inca que habitaban -de por vida- ese templo para preparar los ropajes y ornamentaciones del emperador Inca y la familia real, considerado hijo de Dios.

Los fastuos altares barnizados en oro, los portales de estilo barroco, las majestuosas naves donde un Cristo ornamentado nos observa piadosamente, la Virgen María y su pasión, son el refinado y mudo escenario, tras el cual anida latente, una civilización brillante que cayó rota en un poco menos que la edad de Cristo; 30 años.cusco-dinova-III

Al abordar el tren hacia Machu Picchu, se pueden observar las casas peruanas adornadas por dos toritos y una cruz. Antes de la conquista española eran dos llamas o dos vicuñas las que se colocaban en señal de que el alimento y el abrigo no faltarían en la comunidad. Pero cuando Tupac Amaru I,(1545-1572) descendiente de reyes Incas se levantó en rebelión contra el dominio español, todos los símbolos incas, ropas, ornamentaciones, fiestas y hábitos fueron prohibidos so pena de graves represalias. El pueblo peruano fue obligado a colocar una cruz sobre el techo de sus casas. La gente adoptó entonces a los toros españoles como símbolos de fuerza y resistencia. Aunque estaban castrados, en la esperanza que el nuevo imperio no pudiese tener descendencia y al final se extinguiría.

Transitando el bellísimo camino entre Cuzco y Puno podemos visitar las iglesias del camino (Rachi, Andahuaylillas). En ellas, los mensajes de “la otra vida” fueron reemplazados por inmensos frescos donde se recrean el cielo, purgatorio y el fuego eterno. Castigos insondables, torturas y sufrimientos esperaban a quienes no siguieran las premisas cristianas. Imágenes que estremecen aún hoy acompañaban a un pueblo que era destinado a la mita y el yanaconazgo, el inadmisible trabajo en las minas eran ya el infierno en la tierra. Y esos frescos se convertirían en realidad en la Capital del Perú.

Lima, “la Ciudad de los Reyes” fue erigida en pocos años. Estaba destinada a reemplazar a Cuzco como centro del mundo. No es extraño que en su Catedral yazga el mismísimo Pizarro, asesinado por el hijo de su socio, Almagro, por reyertas que más tenían que ver con el poder y el oro que por los mandatos de la Corona. Más de 20 cuchilladas descosieron un cuerpo que no había tenido tapujos en cercenar tantos miles.

Museos, instituciones y plazas, testimonian de la estratégica importancia del Virreinato del Alto Perú, pero también de las nefastas herencias de la Inquisición, ese inconcebible tribunal erigido para juzgar conciencias y creencias. Miles de personas de todo el Virreinato pasaron por las mazmorras religiosas, el suplicio sin tiempo ni defensa que convergía en la fastuosa Plaza de Armas para escarnio y vergüenza de las víctimas y sus familiares.

Balcones inmensos que escurren su perfección sobre las calles limeñas, verdes patios pacíficos salidos del Edén, el graznido de pájaros encantadores, largos pasillos y coros arrulladores en los conventos dominicanos y franciscanos limeños, la belleza serena de Isabel Flores de Oliva –Santa Rosa de Oliva- no logran acallar las voces de los sufrientes condenados de lo que fue el primero de los centros de detención civil sin derechos que han poblado nuestros territorios desde ese momento y hasta la fecha; el Tribunal de la Santa Inquisición.

Un joven pero experimentado general amarra cerca de Lima un 8 de setiembre de 1820, esa misma noche proclama; “Compatriotas: El último virrey del Perú hace esfuerzos para prolongar su decrépita autoridad. El tiempo de la impostura y del engaño, de la opresión y de la fuerza está ya lejos de nosotros, sólo existe la historia de las calamidades pasadas. Yo vengo a poner término a esa época de dolor y humillación. Este es el voto del Ejército Libertador”. Firma “San Martín. Cuartel general del Ejército Libertador en Pisco. Primer día de la libertad del Perú”.

No hay una presencia más fuerte para cualquier argentino que pise las históricas calles de Lima que la de nuestro querido José de San Martín. Creador de la bandera nacional peruana y sus principales instituciones, entre las que se encuentran, por supuesto, el Congreso y la Constitución. Sus manifiestos firmados anidan en todos los rincones de la capital, museos, paredones, estatuas y placas replican sin cesar las proclamas libertarias de quien fuera para Perú, su primer presidente.

No podía haber mejor manera de terminar este viaje. Encontrarse con el legado de este hombre monumental, casi mítico, cuya gesta libertaria pareciera haber reunido los pedazos esparcidos de Tupac Amaru II en 1781 y concretado los sueños rotos del último gran guerrero inca. Como un triunfo póstumo de una América india que esperó pacientemente la llegada de un general correntino, portador de un ejemplar mensaje de emancipación y esperanza que resuena, hidalgamente, en todos los rincones del Perú libre.

 

Oscar Dinova

Escritor – odinova@speedy.com.ar

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