Un mercedino, en el barrio Marchetti, se convirtió en testimonio de lo que viene con el agua y lo que deja al irse. A machetazos mató una víbora, tal como narró a los medios nacionales que en los últimos días visitaron la ciudad para reflejar la cruda crisis que vivimos.
El vecino Oscar Villalba, comentó al Diario La Nación la sorpresa que se llevó cuando vio al animal en su domicilio. «Estaba al lado de los ladrillos de la casa. Tenía toda la pinta de ser venenosa y la maté con un machete» narró Villalba.
El pasado jueves narraba al mencionado medio capitalino el vecino: «Estoy haciendo guardia en la casa de mi cuñada para que nadie se robe nada. El agua acá nos llegó a todos al metro cuarenta», dice. «Me lo trato de tomar con calma, lo material va y viene. Lo peor no es eso, sino que te queda un trauma en la cabeza que no te lo sacás más»
“Oscar está casado hace 30 años y vive en la calle 26 y 63. Su vida puede contarse también a través de las inundaciones. Contrajo matrimonio en marzo de 1985, en octubre tuvieron su primera hija y en noviembre, su primera inundación. Llovió mucho y el agua entró hasta su casa más de un metro y medio. Su testimonio es tan sólo uno más de los miles de bonaerenses que sufren su situación repetidamente desde hace más de una década. Es una historia que parece no tener fin” expuso el Diario La Nación y aún puede leerse online.
«No quiero vivir más acá así. Cuando pueda me voy del barrio. Vivir así no es vida», afirmó decididamente.
Oscar todavía estaba recuperándose de la última inundación y como testimonio queda el placar, nuevo, que todavía estaba pagando, reposición del último ascenso del agua que ahora quedó destruido.
La entrevista en la nación cierra contando algunos aspectos de su vida, la vida de un mercedino que padeció y sigue padeciendo la fiereza del agua
¿Llegás a un punto en el que te acostumbrás a esto?, pregunta LA NACION. «Nunca. No le deseo esto ni a mi peor enemigo», responde tajante.
A pesar de todo lo malo, cuando ve a su mujer, Claudia Alejandra Amarillo, junto a su hijo de once años cargado en su espalda para que no se moje, sus ojos se iluminan. «Son hermosos y mi nene es un santo. Y no lo digo porque sea mi hijo, ¿eh?», dice. Ellos son su sostén y, aunque el agua sea un rival desigual, no tiene intención de rendirse.