Por Oscar Dinova /
Están ahí. Inmutables a la presencia de ese hormigueo humano que desde los cuatro confines del mundo vienen a visitar las ciudades mayas del Yucatàn.
Pequeñas, silenciosas y solemnes, parecen invitar a los foráneos a integrarse a esa filosofía de la quietud, para mejor admirar esos vestigios majestuosos y estremecedores que una delicada civilización nos ha dejado, para que nuestros ojos atribulados no cesen de buscar respuestas ante tanta magnificencia y soledad.
No alteran su rutina de admiración al astro rey, ante la insidiosa presencia de turistas desaprensivos, vendedores de mercachifles que con más o menos simpatía vociferan sus mercaderías a los cuatros vientos. Hacen caso omiso de la ignorante soberbia de la tecnología más sofisticada que parece olvidar que no hay reemplazo posible a las sensaciones que entran en forma directa por el corazón y los ojos de cada uno.
Ellas saben que lo más importante, ocurrió hace ya, varios siglos y que los secretos deben ser descubiertos en un introspectivo respeto y admiración. Hacen ya centenares de años que estas ciudades-estado se vaciaron y luego de haber conocido la supremacía del conocimiento filosófico y astronómico americano se desvanecieron y dejaron sus construcciones como una herencia sin dueño, para que la humanidad toda pudiera verse reflejada en ellas.
Mucho de los mejores aprendizajes de las ciudades mayas están a la vista. Sólo hay que darse el tiempo para verlas. El cuidadoso equilibrio con la naturaleza, una singular cosmovisión del mundo donde el dominio del tiempo era una ciencia sin tropiezos para ellos. El misterio del origen en una simbiosis entre tierra, hombre y dioses, dónde las fuerzas de lo oculto eran un permanente surgir y resurgir en la noche infinita de los tiempos.
Cultivaron el enigma tanto como el maíz y otros hermosos frutos de la tierra que hoy ponemos en nuestras mesas con una banalidad que se asemeja casi a una afrenta. El chocolate, el tomate, el tabaco y hasta el chicle –para no citar sólo algunas- representan el alimento firme, el vicio y la diversión.
Hoy adolecemos cruelmente del misterio y desconocemos grotescamente a las estrellas, muchos de nosotros no sabe situarse en los cuatro puntos cardinales sino es con la ayuda de un GPS. Nos hemos desvinculado dramáticamente de la madre tierra.
La misma que ocultó durante cientos de años estas bellas y sobrecogedoras ciudades de la selva. Para que nosotros hoy podamos visitarlas e interpelarnos sobre nuestro origen y nuestro destino. Recobrar un poco de humildad y saber que no hay civilización por alta y poderosa que se considere que tiene la eternidad garantizada.
Nos falta mucho. Pero podemos hacerlo. Para empezar basta con detenerse ante estas pequeñas guardianas del sol, nos están llamando desde su mutismo. Ellas conocen bien estos lugares, hacen varios siglos que unos seres morenos se hundieron en la selva y les dejaron en custodia estos sitios de piedra, donde anida el corazón de los hombres y mujeres de su raza.
O quizás, porque no, de todas las razas.
Simplemente aún, miramos sin poder ver.
Sencillamente, no lo hemos descubierto.
De Crónicas de Viaje por Yucatán