Por Oscar Dinova /
El color ocre invade los techos y las casas de este pueblo mágico. No es un tinte vivaz pero sí penetrante, no hay resquicio que se salve de su invasiva presencia. No podrían haber elegido mejor tonalidad para otorgarle una particular identidad a este pueblo que nos espera en las cercanías de la españolísima Mérida del Yucatán.
Es que Izamal es, como pocos, la representación de la invasión hispana en América. Al llegar a este lugar encontraron las construcciones de una de las tantas Ciudades-Estado de la nación maya. Y como ocurriera en Tenochtitlán, la capital azteca, la avanzada ibérica se dedicó a hacer demoler pieza por pieza las pirámides, observatorios y casas de gobiernos mayas para construir, con esas mismas piedras, el convento de San Antonio de Padua y el Templo de la Purísima Concepción.
El color ocre que se confunde con el atardecer del día no es alegre. Es que no hubo felicidad en la refundación de esta comarca. No existe crueldad ni tristeza más grande sobre la tierra, que la de un pueblo, que se vio obligado a desarmar con sus propias manos los altares de sus dioses de la lluvia y del sol para levantar el gran altar de un Dios barbado que no compartía la adoración de los mortales con ningún otro Dios, por venerado que este fuera.
Con las piedras removidas, las decoraciones destruidas y los múltiples dioses de la naturaleza y el infinito prohibidos, fue su propia cultura que vieron desvanecerse y mutar en nuevos ritos y mandamientos, hasta entonces desconocidos.
Y más, uno de los primeros obispos de América, Diego de Landa, no encontró mejor recurso, para disciplinar a las revoltosas poblaciones mayas expuestas a los encomenderos españoles, que procesarlos con la Santa Inquisición y además quemar, en un auto de fe, la mayor parte de los códices mayas, libros hechos en un suave papel de la corteza del higo silvestre y escrito en vivos colores. En el fin de sus días y buscando quizás una imposible expiación a sus pecados, Diego de Landa redacta sus memorias, que constituyen un exquisito testimonio de la historia maya. Pero era una copia filtrada por su mirada, los originales estaban carbonizados.
Izamal también es una suerte de copia, su verdadero nombre era Zamná, “rocío del cielo”, en homenaje a un mítico personaje, formador del pueblo maya. A estos confines y hace poco tiempo se acercó el máximo representante de la iglesia católica, el Papa Juan Pablo II. En 1992 ofició una misa por la Virgen y los pueblos originarios.
Pero no pidió perdón. No se hincó, arrepentido, frente a la sustitución forzada de una cultura por otra, no por haber puesto a campesinos libres en manos de un sistema de esclavitud, disimulada en conversión cristiana, no en haberles prohibido el acceso al humilde pueblo local al mismísimo encinto de la iglesia, debiendo conformarse con orar en un patio externo, a la sombra misericordiosa de un árbol nativo.
Pero el pueblo maya ha obrado un extraño milagro. Ha perdonado a sus usurpadores de creencias. Y lo ha hecho de la mejor manera. Llenando de identidad propia las liturgias ajenas. Así, una cruz verde, emulando a la ceiba, -árbol sagrado maya que daba origen a su historia- recoge el cuerpo de un Jesús sufriente, o haciendo suya a la Virgen de la Guadalupe y recorriendo por ella, centenares de kilómetros para venerarla, a pie o en humeantes bicicletas que día y noche circulan por los caminos del Yucatán, buscando un atrio donde depositar una cruz de flores de papel, trenzadas por las mujeres del lugar.
O con un mar de velas encendidas en los altares indígenas, que iluminan la noche atiborrada de estrellas, haciendo titilar al mismo tiempo el cielo de dioses perdidos y una tierra sedienta de paz.
Se parece presenciar la redención de una iglesia opulenta y poderosa en manos de los más humildes. Cristo es sostenido finalmente por los pobres de un pueblo, que nunca desapareció, ni perdió su lengua y sus costumbres, aunque les impusieran hasta los nombres foráneos en los bautizos.
En Izamal se ha tejido, en silencio y con manos ásperas de trabajo y sufrimiento el mágico perdón. Aquel que sólo puede dar quien ha sufrido pérdidas lacerantes pero sigue en pie, firmes en sus convicciones y sus orígenes, algo más bien brillante y esperanzador, aunque las paredes reflejen, obstinadamente, un color ocre, que irremediablemente entristezca el alma.
Por Oscar Dinova, Crónicas de Viaje por el Yucatán