Qué libre es la vida de todo bohemio, poeta o gitano…
Son sus amigos las cosas viajeras; las nubes, las brisas y las primaveras.
Rufino Blanco Fombona
Por Oscar Dinova
Suelen aparecerse en cualquier parte. En un rincón de la plaza central, en una calle con recovecos y adoquines o en lo alto de una pirámide maya intentando atrapar el mundo en un trazo de pincel.
Bailan sus danzas nativas, llevando entre el doblez de sus ropas o el giro de sus cinturas la cultura de sus países, que han quedado lejos por caprichos del destino o por la quimera de querer atrapar el mundo en itinerarios sin final.
Tocan raros instrumentos que fascinan a los siempre renovados espectadores o pedalean sin cesar por suaves declives de rutas que no se repiten. No buscan alcanzar los horizontes sino renovarlos al infinito.
Pintan rostros fascinados, caricaturizan a niños que quizás reencuentren siendo ya hombres. Nos alegran, nos emocionan, nos hacen recordar a nuestra tierra, en tierras extrañas. O simplemente nos acercan una pequeña muestra de lejanos confines que jamás visitaremos.
Son los Caminantes del Mundo.
Estos gitanos de la modernidad que atavían las bellísimas calles de Mérida y hacen más cálida nuestra estancia en esta ciudad y sus alrededores mayas. Monumentos, iglesias y antiguas casas patricias con un pasado de oro verde tejido en sisal -el afamado hilo de sisal se extrae del hennequen, planta autóctona-, nos asombran hasta la fascinación, aunque ninguna de estas bellezas logra ocultar la roja sangre vertida por indios sometidos al yugo de la implacable dominación española y sus posteriores amos mexicanos.
Una exposición asombrosa de pinturas en el exquisito palacio municipal nos trae esos testimonios y el más grande museo maya de toda la península, nos ilustra de estos duros 500 años y las interminables rebeliones indias para romper las cadenas de oprobios y vejaciones.
Pero no hay tiempo para el agobio, cuando la conciencia del pasado parece encadenarnos, una dulce melodía de guitarras ofrecida por un novio enamorado o bailarines bien porteños firuleteando un tango tocado por un serrucho mágico, nos rescatan y nos devuelven renovadas esperanzas.
Mejicanos, argentinos, canadienses, franceses, regalan a los transeúntes su arte y la convicción de que vivimos en un solo mundo, que deberíamos aprender a compartir en solidaridad. Artistas que nos soplan su frescura en el alma, con sus nostalgias de utopías soñadas y los trazos de una humanidad que aún busca un futuro mejor dentro de los escombros del violento siglo XX.
Quizás todos hayamos soñado ser como ellos y sabemos ahora que no podrá ser, quizás querramos que nuestras ciudades puedan ser un poco como esta increíble Mérida, donde el pasado y el presente parecen finalmente darse la mano en los extasiados turistas de todo el mundo, mirando un juego de pelota maya en plena plaza colonial.
Estos caminantes del mundo están ahí y mañana un poco más allá, nos agradecerán nuestras sonrisas y seguirán mostrando sus dotes y su bohemia, para recordarnos que nada es imposible, que aún se puede soñar y que, todos, a nuestra manera, podemos caminar el mundo brindando a los demás lo mejor de cada uno y que la única, inigualable recompensa, es el hecho de crear felicidad.
Oscar Dinova, Crónicas de Viaje por el Yucatán (III parte, Mérida-México)