Por Juan Ferrandis – Estaban Franco y su hijo. También Matías y Alvarito. Estaban mirando y dándole de comer al recuerdo. Estaban sin tachas, ya. Pero estaban.
Y estaba Gustavo, el grandote, con su escala hambrienta. Estaba él, su pasado Arderomero y su presente de profesor. Estaba enorme, más enorme que nunca, tocando con los ojos cerrados porque hace años que no necesita ver los trastes.
Estaba Lucas, vestido de negro y sin preocuparse por su raya al costado. El mismo Lucas que antes tocaba Tango con cuerdas de nylon, pero que antes de antes, fue un rockerman de acero.
Y ahí cerquita estaba el gordo Oscar, mordiéndole la poesía a Pappo y sonriendo a diestra y siniestra. Ese gordo folklórico que lleva adentro un metalero ortodoxo y carismático.
Estaba Teo, rubiecito, como siempre, confundiéndose entre el Félix de dos mil tres, la Big y Alice in Chance, cantando con una de sus manos tocando el cielo.
Fuera de la ronda, cientos de curiosos se retorcían de placer viendo al Pirucho peronista que debutó en el primer Sui Generis mercedino con el doctor Durand. Quizás seas, Pirucho, desde aquel comienzo del ´80, el hombre más abrazable de este pueblo. Pirucho baterista, compañero, disponible y bonachón.
Estaba el Joa multitocador con su chicle nervioso dando vueltas como el rock. Estaba Terrapín, von Daniken y él otra vez.
Estaba el colorado punk con la remerita de Nirvana; estaba Miguel, Quico, el Negro Salinas. Estaba Carlitos, el del corralón y estaba el cielo celeste.
Estaba Lautaro con su bajo y su cara de culo. Estaba ensimismado en un viaje de años. Estaba en el teatro, probando sonido con Soña y el pelado de Sweet Pain en uno de los últimos maratónicos “Mercedes Jóven”. Estaba lleno, radiante y solidario.
Estaba Ramiro, allá, atrás de todo y de todos. Llegó en silencio y enchufó su Marshall. No dijo nada y se fue después de tocar. Pero lo bueno es que apareció cuando nadie lo esperaba.
Estaba el pelado amando a su Gretsch, mirando su recorrido punk repleto de malta y humo dulce, admirado por su Elenita siempre bebé, querido por su alumnaje, cosechador fiel de amigos inigualables.
Estaban el Negro y José. Estaban filmando. Estaban riendo, también.
Estaba el Gato y su pandereta, registrando el momento y transformándolo en poesía. Estaba Pablo sin su batuta, pero alistado para festejar.
Estaba Guillo y con él la historia misma del rock. Estaba tocando a pedido de todos, sin púa y con el corazón en las cuerdas. Estaba el Guillo de La Pulpería y el de la Big Family. Y estaba el Guillo de Mamut, también.
Estaba Peto dejando que todo fluyera, despreocupado del guión y reencarnando en cantante. Estaba, ahí, el Peto de Overdose que se convirtió al blues cuando cambió de religión por culpa de un tal Zoni.
Estaba el chico de Godar, con su locura a cuesta y su amor descarnado por la tribu. Estaba hecho un nene, en patas, movedizo y voraz.
Estaba el Mono, agitando a la gilada, con los pelos de aquel que se subía a las cajas de sonido para burlarse de un derecho de piso que jamás pagó en Looser. El Mono atrevido que rompió con el estereotipo de frontman mercedino. El Mono que volvió para quedarse, gracias a Dios.
Y estaba Nico, cantando rock. Y Estaba Tomás haciendo con él un sentido homenaje al Flaco. Estaba el chico que llegó hace poco a Mercedes y estaba la mamá de uno de los de allá.
Estaba Santi, contento como cuando tocaba en los recreos de Normal, feliz como el día en que salió el disco Belladona, el de cartón rojo y marrón. Estaba amigable y a la vez porfiado, porque jura saber cuándo debutaron Los gervacios.
Estaban los nuevos y estaban los de siempre. Todos estaban ahí. Estaban porque querían, porque se sienten parte. Estaban festejando.
Ahora en Mercedes, los músicos, con su día en el calendario, celebran que la paz ha llegado.