…malandro, negrito, mulato, marginal, esclavo evadido o loco perdido,
con ustedes voy a hacer mi festival… (“Mambembé”, de Chico Buarque)
Recorrer el casco histórico de la Capital de Pernambuco es adentrarse en la historia misma del viejo Brasil. Callejuelas sin rumbo de envejecidos adoquines irregulares bordeadas de distinguidas mansiones, hoy en abandono, nos llevan a pensar en añejas y fabulosas fortunas; las que crecieron al amparo del azúcar.
Las Cortes europeas descubrían que tras las conquistas y la sumisión de continentes enteros podían llegar nuevos sabores para el gris de sus insulsas mesas. El dulzor de cristales blanquecinos que ponían un agradable sabor a infusiones centenarias como el té venido de China o el subyugante café de la ignota Etiopía, fue uno de aquellos descubrimientos que cambiaron las costumbres para siempre.
Cautivante Recife de casas señoriales, pintadas en un colorido diverso, propias de la paleta de algún artista que quiso llevar el arco iris a las fachadas de una ciudad, que fue, por un tiempo, deseada por el poder holandés y el centro del imperio portugués en el verde suelo americano.
Pero no todo fue dulzor en este pasado deslumbrante.
Estas tierras pernambucanas donde las plantas de caña se arraigaron tan profundamente conocieron del dolor y el desarraigo. Producir azúcar y riquezas requería de muchos brazos y de mucha fuerza. Desmontar la selva, construir ingenios, cortar la leña para las calderas y además plantar y cosechar la caña exigía sacrificio. Esos brazos y esas manos fueron traídos del joven continente africano. Miles, decenas de miles, millones de personas fueron secuestradas en África Occidental para servir de mano de obra forzada en las plantaciones de América.
Las bellas playas del Porto de Galinhas, -hoy destino obligado del turismo internacional- fue el lugar elegido por los traficantes de almas para que sus secuestrados pisaran la tierra de los suplicios. Podían atravesar a pie los cientos de metros de cristalinas aguas turquesas, que distanciaban a los barcos negreros de las arenas suaves y cálidas de la playa.
De los 12 millones de esclavos que fueron raptados durante más de 2 siglos, Brasil tuvo el ingrato honor de ser el destino mayor. Unos 4 millones de ellos, fueron la llave de impúdicas fortunas, de redundantes fortunas y de rebeldías sin par. No pocos escaparon a la profundidad del Sertao, ese monte inextricable que albergó a los Kilombos, esos poblados ocultos de negros libres, dueños por primera vez de su destino de hombres.
No serían los únicos, entre mediados del siglo XIX y principios del XX, surgieron los Cangaceiros, peones de los latifundios que hartos de la explotación y el engaño se formaron en milicias rurales contra el poder de turno. Recife no oculta su origen, lo hace suyo. Museos de la esclavitud, de la oligarquía rural más ostentosa, de mulatos y cangaceiros, su arte, costumbres y folklore están a la vista de todos, con el orgullo de pertenecer un poco a cada uno de ellos.
Si algo faltara para deslumbrarnos en esta ciudad de los mil colores, están las iglesias y capillas que por docenas amojonan sus plazas y arterias. En sus altares de oro se alberga aún una vergüenza mal disimulada, la de haber consentido el secuestro de multitudes para cimentar opulencias bien terrenales. Frontispicios de fe y arquitecturas asombrosas que no pueden maquillar los pecados del silencio y una eucaristía hueca de valores.
Pero nada resiste al tiempo y sus embates. Toda esa gloria ha sido tamizada por los avatares del destino. Ya nada es ostentación pero sí historia. Es su gente, su pueblo, la real heredera de riquezas pasadas. Y nada mejor que disfrutar del Frevo -su música por excelencia-, que testimonia de la auténtica sabrosura de estas latitudes.
Apreciar a sus hombres, niños y mujeres danzar al son de una música original y cadenciosa, verlos evocar dolores y alegrías, llenarse de colores y peinados, elevar al cielo las plegarias junto a pequeñitos paragüas que no pretenden ocultar el sol, sino mostrarlo en sus mil matices, es un raro, singular privilegio. Al tiempo que los ojos derraman, como cristalina agua bendita, lágrimas do Recife que nos piden que nunca podamos olvidarlos.
Oscar Dinova, Escritor – “Crónicas de Viaje por Pernambuco/2018”