Por Susana Spano
La Tragedia Griega
La Tragedia Griega revelaba al pueblo circunstancias que lo inquietaban: lo arbitrario, desconocido, ilimitado, inestable, o increíble. Así se expresaba el dolor humano, en personajes que no eran seres individuales sino arquetipos.
El teatro descubría, para el griego, el caos acechante que podía destruir el cosmos porque, en el fondo, la Tragedia Griega evidenciaba el horror al vacío
Los personajes, seres marcados por un designio divino, representaban las debilidades humanas, plasmadas en los factores que caracterizaban al héroe griego: linaje, familia y hogar; materializados en temáticas tales como: la ambivalencia piedad–impiedad, el sentimiento de culpa, expiación y purificación; el presagio, sueño o visión; la venganza y la justicia
En síntesis, podemos afirmar que el Teatro Griego se caracterizó por exponer dos fuerzas antagónicas: el espíritu apolíneo y el dionisíaco. Al enfrentarse, éstas producen una tensión extrema – “hybris” – que debe resolverse en un acto de expiación o “catarsis” protagonizada por el héroe trágico – protagonista de la acción –
La “Electra” de Sófocles
En la Grecia del siglo -V, la figura de Sófocles, aparece en el mundo de la Tragedia Griega, como el creador de personajes femeninos de extraordinario valor dramático, explorando su psicología más íntima y exaltándolas como verdaderas heroínas, en un mundo dominado por el hombre. Basta con mencionar, como ejemplo, dos de sus obras más importantes: Antígona y Electra.
La “Electra” de Sófocles muestra una gran fuerza interior. que posee la energía necesaria para cumplir por sí misma la venganza. Sin embargo, ella solo es la mediadora intelectual. Si actuara en forma autónoma, según su deseo, negaría toda posibilidad de restablecer el equilibrio perdido y su comportamiento sería similar al de su madre, Clitemnestra.
En su personalidad, Electra aúna naturaleza y cultura. Su capacidad de odio, su voluntad de decisión, son facetas naturales de su psicología profunda que no libera totalmente. Domina su espíritu y aguarda al elegido, al varón – Orestes – como el brazo ejecutor de su venganza; porque en ella persiste, aún, la carga cultural, los principios patriarcales y el sentido de familia.
“El Reñidero”
En el año 1962 Sergio De Cecco, escribió esta obra inspirada en “Electra”, de Sófocles, marcando un hito en la dramaturgia argentina.
Ubica la acción en el Palermo de principios de siglo XX, habitado por cuchilleros y malevos, respetando el espíritu esencial de la obra griega, la minuciosidad y justeza en la expresión, particularmente en los parlamentos de las mujeres, pero, sus personajes exponen el rasgo que caracterizó toda su producción: reflejar el universo de seres marginados por fuertes conflictos emocionales y grandes dificultades para crecer en el medio social. Su Orestes, por ejemplo, es un ser en busca del amor paterno que Pancho Morales, distante e indiferente, se empeña en negarle, provocando así la tragedia que se avecina.
De Cecco incorpora un elemento novedoso en su obra: el grotesco, encarnado en el personaje del Trapero, una reminiscencia del adivino que interviene en muchas obras griegas, vaticinando los males que se ciernen sobre el héroe trágico, en una suerte de anticipación dramática.
Con singular maestría, construye los parlamentos de este personaje que revela, misterioso y perturbador, el porvenir.
La puesta de Carolina Ezcurra
Abordar una obra de estas características implica un gran desafío por su planteo y su estética. Carolina Ezcurra aceptó el desafío, creando un universo complejo, donde se alternaron, el encierro y la opresión.
De Cecco no plantea la acción en el palacio de Micenas, sino en un Reñidero, donde todas las noches se organiza una pelea de gallos, corre la sangre y el olor a muerte se adueña de los seres que lo habitan,
Ezcurra, interpretó sabiamente el sentido que encierra la propuesta del autor y fue develando, minuciosamente, la identificación biológica de los personajes masculinos con sus gallos, asociando su parte oscura y animal, donde hombre y bestia, bien y mal, conviven. Así desnudó, con crudeza, la fuerza creadora de la masculinidad excitada y la fuerza destructora de la animalidad desencadenada, fundiéndolas en un sangriento drama de odio, crueldad, violencia y muerte.
Despojó a la obra de su geografía y eliminó parte del lenguaje de los orilleros, hecho que imprime a la obra un tinte de universalidad más profundo.
La figura de Pancho Morales – Agamenón – domina la escena, aún sin estar presente, produciendo estados de ánimo encontrados en quienes lo conocieron. La directora ideó, para ello, un acertado juego de luces que, no solo delimitó los espacios físico-temporales, sino que reveló las connotaciones emocionales más profundas de los personajes, cuando la acción así lo requiere.
Eduardo Grinovero fue el encargado de dar vida a este malevo que, a pesar de no poseer el título de rey, comparte, con su homólogo griego, el cetro de señor de la muerte, en su mundo,
Su actuación fue soberbia, en cada parlamento. Con gran acierto, armó su personaje con la frialdad autoritaria y machista, característica de su estirpe: posesivo y cruel son su mujer, seductor y manipulador con su hija, despiadado y brutal con su hijo, calculador con el Delegado del Partido.
La multiplicidad de matices dramáticos que requiere el personaje fue transmitida de manera brillante, sin caer en la tentación de la sobreactuación o el desborde, logrando una creación de excelencia.
Laly Fraiese fue Elena -* Electra * – la protagonista de la obra.
Desolada, aparece en escena, llorando la muerte injusta de su padre; por el que siente un amor que se intensifica, hasta convertirse en enfermizo,
La joven actriz, cumplió con solvencia el propósito de su personaje, que solo ve en la venganza, la forma de restablecer el orden quebrado.
Elena es firme, decidida y no teme enfrentarse con su madre, Nélida, a quien increpa con furia, no solo por la muerte del padre, sino por haberle arrebatado su amor en vida, transformándose en su rival.
Son logrados los momentos en que fluctúa entre el recuerdo de Pancho Morales, por quien siente ternura y admiración y el odio ciego que la envuelve de manera atrapante para lograr su cometido.
Paula Ezcurra dio vida a Nélida Morales – Clitemnestra – imponiendo a su personaje una sobriedad trágica, propia del teatro clásico.
Sus movimientos mostraron alternativamente, con matices significativos: el odio sordo experimentado por las vejaciones de su marido, la tensión sexual que vive con su amante y la meditada intencionalidad del discurso con el que exacerba el odio de Orestes hacia su padre, develándole verdades que el joven ignoraba.
Pablo Pighin – único personaje que conserva el nombre de la Tragedia – demostró gran concentración en la elaboración de su torturado Orestes, permanentemente tironeado por la fuerza inmensa de la sangre, el deber y los sentimientos familiares.
Su hermana lo incita al crimen del culpable; la madre lo tortura con el recuerdo de un padre que lo traicionó.
Esta gradación dramática que fluye desbocada, por momentos, fue bien resuelta por el joven actor, hasta desembocar en el límite trágico que el texto impone.
Gabriel Alfonsín compuso a Soriano, – Egisto – el ladero de Pancho Morales, en una actuación sobria, donde alternó la complicidad con su amante, frente a cuya voluntad claudica y el cinismo con el que enfrenta a Elena, a quien desenmascara respecto de la relación que ésta mantenía con su padre.
Sus intervenciones fueron apropiadas, interesante su canto que fluyó de manera agradable y contundente al final, cuando la acción se precipita.
Karina Ricchini interpretó a Lala, la sirvienta – remedo de la nodriza de la Tragedia Griega – demostrando que en el teatro no existen papeles pequeños, cuando son interpretados por una gran actriz. Sus tonos, su gestualidad, sus miradas hicieron de su personaje una pequeña obra de arte en el sórdido mundo de este Reñidero teñido de sangre y odio.
Correctas fueron también las actuaciones de Luciano Andújar -Vicente- el fiel amigo y Ñeque Castro, en su excelente composición del Delegado, que le permitió desplegar la cínica cara de la política.
Acertada fue la codirección de Luján Biaggini en el diseño y operación de iluminación y selección musical.
Y hemos dejado para el final a Patricio Uncal, en su composición del Trapero, porque, consideramos que mercede una mención especial la excelencia de su trabajo actoral, la justeza de su gradación dramática, teñida de crudeza y piedad conmovedora, que eleva al espectador a uno de los puntos más sensibles de la obra.
En él no solo está simbolizado el viejo adivino de la Tragedia Griega, sino que en el final de la obra asume, además, la voz del Coro, advirtiendo y reflexionando sobre el planteo que expone este texto maravilloso.
Carolina Ezcurra propuso, a través de esta exquisita puesta, que rompe con los cánones tradicionales, que el espectador vea la obra a través de una malla de alambre, como en un Reñidero, siendo parte, también, de la riña y tome partido.
Como un gallo, esta historia se mueve, desplazándose entre la belleza y la violencia, determinando quién es el vencedor y quién el vencido, aunque en definitiva hay una sola herida que define la muerte: la venganza, como una herida que sangra, pues como concluye el Trapero en su parlamento final…
“Al fin y al cabo, nosotros somos los gallos, puestos aquí, para matar o morir”