Por Oscar Dinova – “Si dices la palabra mágica, podría quedarme contigo” (P. Mc Cartney)
El avión carreteó suavemente por la anodina pista de Ezeiza. Dentro, una pequeña familia regresaba de años de exilio. El azar, con sus designios misteriosos e insondables los había reunido en un subte de París, al abrigo del peligro, cobijado por manos amigas y un sinfín de proyectos por venir. Era 1985 y todo parecía posible.
La larga noche había quedado atrás y todo estaba por construirse. En el mientras tanto, nuestros padres podrían ser abuelos reales y no de cartas solamente y nosotros reconstruir nuestros lazos, profundizando miradas y reflexiones. Disfrutando una simple mesa familiar.
Dos años después todo parecía derrumbarse, la revuelta carapintada se nos asemejaba a un retroceso impensado, insoportable. Para las Pascuas, precisamente. Las valijas podían armarse nuevamente. Pero no, la verdadera revuelta fue del pueblo argentino. Cientos de miles de compatriotas salieron a las calles para decir que la democracia estaba para quedarse. Nada de heroísmos ni violencia inútiles. Sólo voluntad popular genuina, cánticos, colores y anécdotas por doquier.
Acá mismo, en nuestra ciudad, el inefable Lorusso relataba, con su megáfono y su bicicleta el clásico partido frente a las puertas del cuartel. Sólo que en vez de del Loco Palermo y la Loba Bomaggio los jugadores eran Alfonsín y los políticos de turno que, -sin distinción de banderías- se abroquelaron en torno al Presidente. Una fiesta de la soberanía popular hastiada de los mandamases, de las armas apuntadas contra su propia gente. Del autoritarismo en suma.
Mis padres nos esperaban en casa. Comimos aquellos ravioles al regreso de Plaza de Mayo, fuimos con nuestros hijos a celebrar el triunfo de la cordura y el no derramamiento de sangre. Ese día, el almuerzo fue de noche y yo me reencontré con mi padre, definitivamente.
Han pasado los años. La democracia está definitivamente instalada aunque aún tengamos que rendir muchas materias. Nuestro destino nos pertenece pero el camino ha estado salpicado de errores, inconductas y manipulaciones. Muchos de nuestros dirigentes se parecieron a monarcas que olvidaron de donde vinimos y todo lo que sufrimos para llegar hasta acá.
Llegaron otras Pascuas excepcionales. Un escenario surrealista sobrevuela nuestro país y el mundo. Los abrazos están prohibidos, el mejor gesto es no estar con los otros y hasta Jesús está sólo sobre la cruz, como alguna vez estuvo en una gruta esperando volver a la vida. Los aviones no carretean ni traen familias con sueños por realizar. Todo está mudo, como buscando respuestas.
También es mi cumpleaños. Llego a los 64, como había imaginado Paul con tanta dulzura. Travesura de los caprichosos hados. Es bizarro, casi imposible de poner en palabras, este silencio que se abate sobre el mundo. Nuestras almas se enlazan con amigos lejanos, con familiares cercanos, con conocidos y con anónimos. Nos cuidamos, nos protegemos, nos extrañamos. No suenan los llantos de un nieto o las caricias de una novia, los arrumacos de una abuela o las bromas insoportables de un amigo inseparable (pero separado).
Mucho menos el coro improvisado de un Feliz Cumpleaños.
Pertenecemos más que nunca a la gran familia humana. Nos duelen las víctimas propias y las ajenas. Todas nos incumben. Los héroes y los pusilánimes han quedado, transparentemente, a la vista. El pecado más capital es la indiferencia y por primera vez en nuestras vidas ansiamos que un Dios, un científico o un golpe de suerte envíen una salvación sobre esta humanidad martirizada e incrédula donde hemos aprendido a reconocernos como hermanos, donde quiera que estemos.
Cuando llegue ese momento habremos nacido de nuevo y festejaremos nuevamente los aniversarios.
Ya no habrá silencios y será el cumpleaños del mundo entero. De todos y en el mismo día.
Oscar Dinova, escritor (12/4/1956)