Feliz Cumpleaños Zorzal: 11 Diciembre (Día Nacional del Tango)

Por Oscar Dinova* – Eran las dos de la mañana de aquel frío jueves de fines de 1890, cuando finalmente se terminó la espera de esa frágil y solitaria mujer en el Hospicio Saint Joseph de la Grave en uno de los rojizos barrios de la bella ciudad medieval de Toulouse.

Hacia un mes que Marie Berthe Gardes esperaba, ese momento. En plena soledad familiar y contra viento y marea veía llegar a ese niño, fruto de una relación efímera pero apasionada.

Se había internado, con sus 25 años, en ese lugar destinado a madres solteras y abandonadas a su suerte. En la casa familiar ya no era soportable ver a una mujer con ese vientre. Por toda companía, una fiel amiga, que la albergará en los próximos dos años y los residentes que se esmeran por atender y brindar afecto a esas jóvenes madres. Los datos de la época testimonian que apenas la mitad de los bebés se iban con sus mamás, el resto quedaba allí para ser enviados a orfanatos o familiares lejanos.

No fue el caso de ese inquieto pequeñín que berreaba con la potencia de una garganta que lo llevaría a los cielos del mundo. Fue inscripto por la partera y dos empleados del nosocomio, también testigos del bautismo. El padre, Paul Jean Lassere no lo reconoció y figuró “desconocido”, la madre no tenía siquiera derecho a inscribirlo. El 22 de Diciembre, Berthe Gardes hizo un acto de reconocimiento civil que sacaba a su hijo de la incómoda figura de “bastardo”. De ahí y para siempre era su hijo legal y por ende, sucesores mutuos.

Eran las leyes de la época.
Fue bautizado Charles Romuald Gardes, el primero en honor a un tío, Carlos Carichou, residente en Venezuela, el segundo en reconocimiento al médico residente que se prodigara por ellos; Romuald Plowescki, un polaco. Pasaron la Navidad en ese hospital, solos los dos.

Dos años después Berthe Gardes y su hijito tomarán en Bordeaux el buque “Dom Pedro” y llegarán en marzo de 1893 a una pujante Buenos Aires. Ya famoso, el Morocho solía responder ante el requerimiento de su edad y lugar de nacimiento, que él había nacido a los dos años y medio, al bajar del barco. Tenía razón.

En la reina del Plata construyó su futuro, su fascinante personalidad y una carrera que sólo el fuego de un estallido de aviones intentó contener. Aunque nada le fue regalado, ni a él, ni a su madre. Planchadora en el barrio del Abasto, se ganó la vida doblando el lomo para dejar impecables camisas y prendas de su patrona. Él, ya gurrumín talentoso, desparramaba sus trinos en la vereda porteña y juntaba moneditas para llevarle a Berta al final de la tarde.

El resto es historia.
Un artista insustituible, que abrió los caminos para todos los que le siguieron, creador de tangos y melodías inoxidables, leal amigo y profesional popular como pocos. Su nombre es sinónimo de argentinidad, de la buena, de la mejor.
Cuando estamos en el extranjero, siempre tenemos a Gardel como nuestro embajador, permanente. Sus orígenes fueron duros, desangelados. Pero no lo ganó jamás el resentimiento ni la amargura. Volvió a su Toulouse natal lleno de gloria, cantó canciones de cuna -en francés- para su abuela que no lo había visto crecer. Brindó por los suyos y fue feliz en esa patria de origen tanto como lo fue en su tierra adoptiva. Un alma limpia, donde el arte, en estado puro, desechó todos los fantasmas de la soledad y las carencias de un nacimiento que su canto transformó, casi mágicamente, en un vuelo triunfal.
Joyeux Anniversaire, Maestro.

* Oscar Dinova (Autor de Crónicas de Gardel en Mercedes)

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